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  • Carlos Rodríguez Braun

‘Lumen fidei’

He leído con mucho gusto esta encíclica bella y profunda, escrita, como dijo el arzobispo Müller, “con la mano de dos pontífices”, y también con relevantes elementos liberales.

Destaca la desconfianza en la razón, que entronca con la Ilustración liberal y la crítica de Adam Smith a la soberbia del “man of system”; o en palabras de la Encíclica, “el hombre ufano de su razón” (#2). Esta presunción, que lo lleva a rechazar la fe “asociada a la oscuridad” (#3), es la misma que lo induce a aplaudir los intentos de reorganizar la sociedad quebrantando las instituciones que protegen al individuo frente al poder –de ahí la defensa de la familia– (#52).

La fe invita a la modestia de quien cree sin ver. La referencia del Papa a la fe del Antiguo Testamento encaja con la idea liberal –presente en Smith y Bastiat y que llega hasta Hayek– de la cautela ante órdenes complejos, ante lo que no se puede ver y, por tanto, ante lo que conviene no apresurarse a interferir. La idolatría, en cambio, es la negación de la fe por parte de quien “no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión”; la arrogancia intervencionista se asemeja a la pasión por el ídolo, “cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros” (#13).

Esta crítica se repite cuando se matiza el papel de la ciencia como única verdad, y se subraya el error del relativismo que difumina la verdad. El Papa relaciona la arrogancia intelectual, típica del socialismo de todos los partidos, con el impulso despótico por su pretensión de alcanzar racionalmente la “verdad grande… que han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del individuo” (#25).

La encíclica tiene también un mensaje colectivo, pero relacionado con la fe, no con la política: “La mirada común de la verdad… es Jesucristo” (#47); el “destino definitivo” de las relaciones humanas es Dios (#51); la “fraternidad universal entre los hombres” basada en la igualdad no subsiste “sin referencia a un Padre común como fundamento último… Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona” (#54); las formas justas de Gobierno se relacionan con el reconocimiento de que “la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común” (#55). Cuando habla del sufrimiento del mundo no habla de la coacción sino de la caridad, de la Madre Teresa y San Francisco de Asís, no de los gobiernos.

Concluye reiterando el mensaje liberal que rechaza las prisas arrogantes características del intervencionismo: “no nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino” (#57).