La pobreza, la desigualdad y usted

La igualdad, una antigua noción liberal, fue desfigurada por los socialistas de derechas e izquierdas, que la han transformado de igualdad ante la ley en igualdad mediante la ley. Hay incluso ministerios de Igualdad, que expresan gráficamente dicha perversión: el objetivo es hacernos iguales a la fuerza.

Eso pasa por la vulneración de la propiedad de nuestros bienes, y se extiende también a la libertad de contratar. La llamada igualdad entre hombres y mujeres, así, desemboca en que el poder obliga a las empresarias a nombrar mujeres en el consejo de administración de sus propias empresas.

Lo curioso del caso es que estos ataques a la libertad en nombre de la igualdad son defendidos como si se tratara de objetivos de todos, en línea con la sociedad democrática despótica que temió Tocqueville.

Pero veamos la dimensión individual del asunto: la Economía y la Política, como las demás ciencias sociales, no pueden validar sus proposiciones si éstas no guardan relación alguna con las ideas, los valores y las acciones de los seres humanos. ¿Qué pensamos, por tanto, sobre la pobreza y la desigualdad en nuestro caso personal? ¿Qué piensa usted?

La respuesta es curiosa: nuestros actos indican que no queremos la pobreza pero tampoco la igualdad. Prácticamente todo el mundo quiere mejorar su propia condición, como intuyó el viejo Adam Smith. Asimismo, nos sentimos tanto mejor cuanto más hayamos luchado nosotros mismos para salir adelante, en vez de los poderosos que “luchan” contra la pobreza con el esfuerzo ajeno.

Pero así como casi nadie quiere ser más pobre, tampoco nadie quiere ser igual. Todos queremos ser mejores, mejores que los demás y mejores que nosotros mismos. Una persona que sólo anhele castigar a los más destacados para que haya “menos desigualdad” estará probablemente animada por un potente pero inconfesable combustible de la política: la envidia (Social-State and Anti-Social Envy, aquí: http://goo.gl/UJCyQ).

Al revés de lo que se nos dice, no queremos ser iguales, y no consideramos la igualdad forzada mediante la ley como un mérito. Ninguna mujer que se haya abierto camino en la vida –llegando a ser, por ejemplo, miembro de un consejo de administración– aceptará que se le diga que lo ha logrado gracias a las leyes que imponen la igualdad a la fuerza, y no a su energía y su talento.

La obsesión con la desigualdad, por tanto, carece de otro sentido que no sea la legitimación de la coacción política y legislativa, y de los grupos que benévola o malévolamente la propician, o se aprovechan de ella, ignorando sus consecuencias letales para la libertad.

Revestida de una supuesta prima ética, la “lucha contra las desigualdades” en realidad socava la moral y el respeto por los demás y por uno mismo. Prueba de ello es la circunstancia sólo aparentemente paradójica del descrédito social de esos grupos, empezando por los políticos.