Obsesión con los impuestos

Las actitudes hacia los impuestos pueden ser divididas en cuatro categorías. Las dos primeras se enfrentan desde liberalismo y el antiliberalismo. Los liberales recelan en principio de los impuestos porque rechazan la coacción, y defienden una comunidad basada en la cooperación, no en la fuerza. Como escribió Burke en su vindicación de la sociedad natural, la sospecha no debe recaer en el abuso del poder sino en el poder mismo: “The thing! The thing itself is the abuse!”.

El antiliberalismo no sólo no rechaza la coacción sino que la saluda: los impuestos son buenos en principio, para lo que se utilizan señuelos del estilo “son el precio que se paga por la civilización”, cuando es evidente que no son un precio y que tampoco se pagan a cambio de nada, porque son obligatorios.

Dos categorías

Entre esas actitudes hay otras dos categorías intermedias. Están los que rechazan la crítica a los impuestos, pero con matices. Así, proclaman que los impuestos no son buenos siempre, pero son buenos si se cobran justamente (es decir, sobre “los ricos”); o los impuestos son buenos si su recaudación se gasta bien, en la clásica ficción que trata al Estado como si fuera una empresa que gastara procurando maximizar el valor para los “accionistas”, cuando es patente que no somos propietarios del Estado (igual es al revés…).

Y en cuarto lugar están los que aceptan la crítica a los impuestos, pero también con matices. Son los que amablemente nos aleccionan para que seamos realistas. Sí, dicen, los impuestos son malos, pero es imposible que desaparezcan, no puede haber sociedades sin Estado, el Estado no es gratis, no podemos aferrarnos a utopías, y mucho menos obsesionarnos con los impuestos. Al fin y al cabo, tampoco es para tanto, porque los impuestos casi nunca suben de forma brutal, y los Estados casi nunca nos quitan todo lo que ganamos o tenemos. Por lo tanto, es absurdo estar quejándonos por algo que tampoco es tan dañino, porque, como sabe cualquiera, el Estado no nos quita el dinero para organizar juergas sino para brindar servicios públicos, etc.

Esta última categoría también escamotea la realidad del Estado, empezando por el daño: el Estado causa daño pero procura que no se note, de ahí la trampa de las retenciones. De hecho, es difícil ver la relación directa entre impuestos y daño, que sólo aparece con claridad ocasionalmente, cuando algún nombre conocido (Sergi Arola hace algunas semanas, por ejemplo) debe cerrar su empresa porque no puede pagar los impuestos.

De modo que cuando usted sea objeto de bromas por su “obsesión con los impuestos”, cuando sus ideas sean ridiculizadas como si fueran sólo vanas aspiraciones de personas mitómanas encerradas en torres de marfil, puede usted responder: “The thing itself is the abuse!”.