Dickens y la libertad en dos ciudades

En otro lugar he escrito que Charles Dickens “hizo mucho por petrificar la imagen del siglo XIX como un siglo económica y socialmente desolador” (cf. “La economía como ciencia lúgubre. Un mito perdurable”, en Economía de los no economistas, LID Editorial, 2011). Un siglo, por cierto, que en términos relativos fue más próspero que ninguno anterior, y más pacífico que ninguno anterior y posterior. Pero en una de sus novelas más célebres, Historia de dos ciudades, el propio Dickens, como muchos otros en su tiempo (y no tanto después), señaló el lado criminal del antiliberalismo en uno de sus acontecimientos más celebrados: la Revolución Francesa. El vigor de su denuncia ante la brutalidad de los revolucionarios es incuestionable, como lo es la crueldad envidiosa de los Defarge, pero ni siquiera estos “robespierreanos” son malvados sin fisuras: Ernest es idealista, mientras que sólo Thérèse es una perfecta villana, genuina contrapartida de la heroína, Lucie Manette, cuyo padre padece un largo cautiverio en La Bastilla.

Por otro lado, los personajes vinculados a los negocios son en general censurados y, lo más importante, la Revolución es vista como una consecuencia de la opresión, que Dickens identifica en las dos ciudades de las que trata el libro: París y Londres. Ante la guillotina que finalmente lo redime, el cínico Sydney Carton piensa proféticamente que “los nuevos opresores que han surgido de la destrucción de los viejos perecerán por medio de este instrumento punitivo”. Y con el tiempo la vida podrá superar la maldad, pero es “la maldad de esta época y la anterior, de la cual es la criatura natural”.

El gran novelista inglés prefigura la actitud de muchos intelectuales políticamente correctos ante las revoluciones: simpatizarán con ellas, las entenderán como producto de la explotación, pero no las acompañarán en sus crímenes.

Ficciones

La posición es cómoda aunque acaso insostenible. Las matanzas de los revolucionarios no fueron “excesos”. Los millones de muertos que ocasionaron las revoluciones de la Ilustración antiliberal, desde la francesa a las comunistas, no fueron simplemente excesos deplorables de personas bienintencionadas que sólo buscaban la justicia social, sino consecuencias previsibles, y en buena medida inevitables, de la vulneración radical de la libertad y de las instituciones en que se basa: la propiedad y los contratos. El genio de Dickens aborda esta realidad, aunque no la reconoce plenamente, sino que la rodea con dos ficciones. Una es la mencionada sobre la revolución como producto de la explotación; la centenaria y monstruosa historia del comunismo sugiere que la realidad se parece más a la inversa. Y la segunda ficción es que sólo la intervención de líderes políticos frena los ríos de sangre; también ha tenido un gran éxito como se observa en la confluencia de derechas e izquierdas en sostener que el Estado de bienestar ha impedido el estallido revolucionario.