La autodeterminación, en palabras de Juan Urrutia, “sería difícil de rechazar por parte de los liberales, pues está en la base del espontaneísmo social, y no reconocerlo violaría la libertad de los ciudadanos conformados en un grupo”. Pero, para que tenga lógica, conviene que nos preguntemos: ¿quién es “auto”?
Dice Anthony de Jasay: “si el nacionalismo no existiera, al Estado-nación le convendría inventarlo” (Is National Rational?, The Independent Review, publicado en verano de 1998, http://goo.gl/uoegMN). No es casual que el nacionalismo liberal brille por su ausencia, y que casi todos los nacionalistas deseen un Estado más o menos calcado del odioso del que ansían independizarse; parece que tendemos a pensar que la opresión regional “es moralmente más perversa que la habitual redistribución de recursos materiales de subgrupos dominantes a subgrupos dominados”.
El nacionalismo también genera grupos de interés y anhelos de aprovecharse del (nuevo) poder, que Jasay llama con gracia “el síndrome del agregado cultural en París”.
Pero para ocupar el puesto la autodeterminación es necesaria, o (vistas las “embajadas” autonómicas) conveniente. ¿Y quién se autodetermina? La unidad determinadora no puede ser la persona, salvo en el nacionalismo liberal, que pone numerosas cortapisas a la entidad que el grueso de los nacionalistas, por el contrario, alientan: un Estado propio, fuerte y discriminador.
Tampoco puede ser un reducido número de personas. No existen los nacionalismos de pisos, plazas o barrios. Y a medida que aumente el número empiezan a plantearse con más crudeza los problemas de la homogeneidad: ¿la autodeterminación de Cataluña impide la del Valle de Arán? ¿la del País Vasco exige la de Navarra? Al mismo tiempo, esa extensión torna imposible la elección individual tanto como la social: es evidente que “la sociedad” no decide, sino que lo hace un mecanismo político. Y ¿cómo deciden algunos por todos a la hora de permanecer unidos o separarse?
Apunta Jasay: “La no unanimidad es uno de los grandes vicios potenciales de todo derecho colectivo y toda obligación colectiva. El vicio es más grave en el caso del derecho a la autodeterminación nacional”. Como en un Estado soberano no puede haber lógicamente autodeterminación, porque en tal caso no sería un Estado soberano, el nacionalismo genera un conflicto permanente, que puede ser deplorado pero no es absurdo: “Puede ser racional para la minoría el agitar en pro de la secesión y para la mayoría no ceder”. Y, paradójicamente, la afortunada imposibilidad de “resolver” el problema mediante la guerra “hace que las soluciones negociadas sean difíciles o imposibles”.
Si ni los separatistas ni los unionistas aspiraran a tener un Estado fuerte, intervencionista y redistribuidor, la solución sería concebible mediante el nacionalismo liberal. Por desgracia, esa alternativa, es decir, la autodeterminación primordial de las personas, está excluida, y prevalecen las opciones irracionales o inmorales de la elección colectiva.
¿Y el cambio del Estado hacia un Estado federal? Lo veremos la semana próxima.