El banquero bueno

Pocas manifestaciones artísticas celebran la figura del empresario, y aún menos la del banquero. Por eso destaca A Dangerous Fortune, la novela de Ken Follett publicada en 1993 . Hay traducción española, Una fortuna peligrosa, editada por Random House Mondadori.

El libro repasa crisis financieras que efectivamente se registraron en el siglo XIX, en particular las de 1866, 1878 y 1890 en Gran Bretaña, asociadas respectivamente a las quiebras de Overend, Gurney & Co., el City of Glasgow Bank y la banca Baring Brothers, y analiza con destreza la operativa bancaria en el contexto económico e institucional decimonónico, y la creciente regulación que dará lugar a la banca central del siglo siguiente. Se trata de un texto susceptible de un análisis técnico que podrá interesar a economistas e historiadores: he publicado un ensayo al respecto en la revista Estudios de Economía Aplicada. Pero hoy me interesa señalar sólo la figura del banquero bueno, o el buen banquero bueno, porque eso es lo que es el héroe de la novela: Hugh Pilaster.

Repleto de los avatares y sinsabores propios de la literatura popular, el retrato del joven Pilaster no deja lugar a dudas sobre qué es efectivamente un buen banquero. La banca, concretamente la banca de inversión, negocios de préstamos internacionales o merchant banking, es su pasión, y conoce perfectamente su funcionamiento. Aunque no fue a la universidad (los otros personajes que sí fueron no la aprovecharon demasiado) se ha dedicado a estudiar la teoría económica tanto como la práctica de los negocios financieros. Marcha a Estados Unidos, por ejemplo, con una serie de libros entre los que destaca La riqueza de las naciones de Adam Smith.

Su estancia en América del Norte nos ilustra además sobre su talento como banquero: es capaz de olfatear no sólo las oportunidades de negocio sino también los riesgos, y por eso se mantiene al margen de las inversiones en los ferrocarriles estadounidenses, cuya burbuja estalla y da lugar a una crisis en 1873.

Pago a los acreedores

Por fin, tras numerosas aventuras y desventuras, le toca al propio Hugh Pilaster gestionar una crisis gravísima en su propia institución, el Banco Pilaster. Y en su solución se revela una vez más no sólo como un buen banquero sino como un banquero bueno. Su principal preocupación es el pago a los acreedores, y para ello empeña todos los bienes de los propietarios del banco, que a regañadientes deben empobrecerse para hacer frente a las deudas. No acepta Hugh ningún truco de los “malos” de la novela para eludir sus responsabilidades. Pero eso no es suficiente, y entonces Hugh promueve un sindicato de bancos privados que consiguen capear el temporal, quedándose con los pasivos y los activos de su institución. El gobernador del Banco de Inglaterra casi no aparece en el libro.