El sudor de la frente

En su Vida de Don Quijote y Sancho recuerda Unamuno que Dios no condenó al hombre a trabajar, puesto que en el Paraíso se trabajaba, y lo señala el libro del Génesis: “Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre y lo dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase” (Gn 2, 15). Ese cuidado y responsabilidad es lo que subraya el Papa Francisco en su última Encíclica, que tanto entusiasmo ha suscitado entre los políticamente correctos enemigos de la Iglesia que pretenden convertir al pontífice en un socialista más.

Pero dejemos hoy al Papa y concentrémonos en lo del trabajo como supuesto escarmiento por nuestros pecados. Cuando Adán y Eva pecan, lo que hace Dios no es poner al hombre a trabajar, sino hacer el trabajo penoso: “Maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento... espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan...” (Gn 3, 17-19).

Cualquier creyente sabe que los relatos bíblicos son simbólicos y que la Iglesia no obliga a tomárselos al pie de la letra ni mucho menos –por cierto, igual que tampoco obliga a compartir de la cruz a la raya ninguna carta encíclica–. Pero no deja de ser llamativo que sigamos quejándonos del trabajo cuando la razón que confirió Dios a los seres humanos ha hecho del trabajo algo cada vez menos penoso. De hecho, el proceso había comenzado varios miles de años antes de la Biblia, si aceptamos el siglo XV antes de Cristo como la fecha de escritura del Génesis y el VIII milenio a. de C. como el periodo de la Revolución Neolítica, que pone en marcha la agricultura y la fundación de las ciudades; ambas circunstancias, no por azar, ligadas al progreso, al bienestar y... al malvado Caín.

La tecnología ha llevado a desvincular el trabajo del esfuerzo: fue ella, y no ningún político, la que contribuyó a la llamada liberación de la mujer, porque cegó la ventaja física de los hombres a la hora de trabajar. Hoy en día no hay prácticamente ninguna tarea que no pueda hacer la mujer igual o mejor que el varón.

El trabajo no es un castigo, sino una bendición; y no sólo para quienes, por culpa de los políticos y sus intervenciones, carecen de empleo, sino para todos. Las labores más agotadoras físicamente y más degradantes intelectualmente (digamos la de Charlot en Tiempos Modernos) son ahora más minoritarias que nunca en la historia. Y, en cambio, la capacidad de mujeres y hombres para trabajar de modo creativo se ha expandido notablemente. No digo que el trabajo no requiera esfuerzo alguno: lo requería incluso en el Paraíso. Digo que para un porcentaje inédito de la población mundial el sudor que reclama y lo penoso que resulta son menores que antes.