Humanidades para la era digital

Hace unos días un padre feliz, primerizo, me pedía consejo sobre la elección de colegio para su hijo de 3 años. Prácticamente ninguno de los criterios a tener en cuenta –público o privado (concertado), proximidad geográfica, presupuesto, nivel de exigencia, inspiración filosófica (laica, católica), idiomas, nuevas tecnologías, método de aprendizaje (tradicional español versus modelo británico, francés…), sistemas de evaluación del alumno …– escapaba a su riguroso trabajo de campo. Mientras íbamos desbrozando pros y contras, me aventuré a darle mi lista de favoritos y él viajó mentalmente al futuro. En su análisis se cuestionaba hasta qué punto la escuela elegida facilitaría la entrada en algunas de las universidades de prestigio. Previsor, pensando en el mercado laboral, en la oferta y demanda de puestos de trabajo –unos desaparecerán, otros florecerán–, esta dimensión profesional planteaba más dudas. Gratamente sorprendido por su celo paterno, le interrogué si no estaba yendo demasiado lejos. ¿Cuál es el objetivo principal de la educación? ¿La enseñanza del cole solo es un medio para entrar en una determinada universidad? ¿Y ésta, la puerta que permite acceder a las empresas líderes? ¿No estás dando excesivo peso al criterio utilidad, en detrimento de otras variables culturales, sociales, personales, lúdicas, que también han de amueblar la cabeza de tu hijo? ¿Cuáles son sus talentos? ¿Qué le gustará hacer, estudiar? ¿Es el mercado quien dicta finalmente sentencia?

Reflexivo, compartimos nuestra común preocupación por una universidad endogámica, obsoleta, de espaldas a los requerimientos de una sociedad cambiante. De las diversas instituciones por las que discurre la vida del ser humano, la universidad española muestra una contumaz resistencia a los cambios. La escuela como vivero de adolescentes malcriados y consentidos –con la aquiescencia de padres pusilánimes– y la universidad como cantera fértil de parados, ocupó parte de nuestra animada conversación. Consciente del sesgo irreal de muchos enfoques académicos, quise significar el peligro de someter la aventura humana de aprender a la utilidad inminente a las urgencias de la cuenta de resultados empresarial. ¿Qué quieres para tu hijo? ¿Qué tipo de infancia sueñas para él? ¿Quieres convertirle en un especialista precoz o aspiras a que desarrolle una personalidad completa?

La charla cobró nuevos bríos. A tumba abierta compartí con él mi preocupación por una escuela blanda, ñoña, permisiva, donde las materias se imparten como papilla fácil de digerir. Eliminar trabajo, esfuerzo, disciplina, fuerza de voluntad, memoria, tolerancia a la frustración o carácter del radar de nuestros hijos, me parece un crimen. Expresada mi inquietud, reivindiqué, una vez garantizada la transferencia de un mínimo de conocimientos, la clase como lugar idóneo para el asombro, la curiosidad, la pregunta inteligente, el debate civilizado. Una educación para el siglo XXI debe estimular nuestra capacidad para el pensamiento crítico, para el juicio independiente, para el despliegue de valores que nos ennoblecen, constatada nuestra oscura inclinación a la mentira, a la violencia, a la mediocridad, al abandono. ¿Cabe avanzar en una educación que nos entrene en la aventura de vivir sin un sólido poso humanístico? ¿Qué viaje se puede emprender si en la maleta no hay hueco espacioso para las humanidades? ¿De qué sirve cuadrar los números, disponer de medios tecnológicos sin precedentes en la historia de la humanidad, empujar las ciencias hasta la última frontera del saber, si las grandes preguntas vitales no son planteadas? Sin las muletas que nos prestan la filosofía, la literatura, la historia, la música, la psicología, la sociología o el arte andamos cojos por la vida y, tarde o temprano, esta discapacidad intelectual y moral daña el desarrollo de nuestra carrera profesional.

Por este motivo celebré la noticia que daba EXPANSIÓN en su número del 27 de enero, relacionado con la búsqueda de talento en humanidades por parte de las grandes empresas tecnológicas. A este respecto, el testimonio de Damon Horowitz, exresponsable de ingeniería de Google, profesor de Stanford, doctor en Filosofía, es contundente: “Soy mejor tecnólogo ahora que antes de estudiar Filosofía porque mi sensibilidad humanística ha evolucionado. Ya no veo solo el mundo a través de los ojos de una máquina para reducir toda la realidad a fundamentos lógicos. Ya no doy por hecho que las máquinas puedan solucionar cualquier problema de las personas. En su lugar pretendo que la tecnología facilite a éstas la búsqueda de una solución”. Cuando me despedí del ilusionado padre, éste se marchó con un fardo de interrogantes que espero iluminen su elección. No olvidemos algo decisivo. Además de facilitar que nuestro hijos estudien en un lugar que rezume profesionalidad, trabajo, energía, compromiso, vocación, pasión, confianza, hagamos lo que esté en nuestras manos para que su infancia sea feliz. Otras edades tardías son más esquivas y desequilibrantes.