Alergia al conflicto

Uno de los reproches que más se hacen al estilo de gobernar del presidente del Gobierno, y creo sinceramente que la crítica es justa, es su tendencia a no enfrentarse a los conflictos, a aparcarlos sine die confiando que con el tiempo vayan perdiendo fuerza. Siendo un rasgo muy característico de su peculiar forma de entender el liderazgo, no es el único mortal al que le aqueja esta carencia. Sin salirnos del ámbito político, muchos de los problemas actuales de convivencia que nos afectan son consecuencia de conflictos que teníamos planteados como país en el pasado, y que incapaces de afrontarlos con altura de miras, paciencia, empatía y determinación, se han ido enconando con el transcurso del tiempo hasta cronificarse gravemente. Pasa lo mismo que con las heridas mal curadas. Por no limpiarlas a fondo y aguantar estoicamente el escozor inicial, se ponen más feas.

En mis encuentros y conversaciones con personas de distinta formación académica, trayectoria profesional y ascendente familiar, son muchas las que me comentan su resistencia al conflicto. En el mundo de la empresa demasiados subordinados silencian su opinión más sincera y libre. Una interpretación equivocada de la lealtad, el respeto a la jerarquía, la prudencia, llevada al extremo, se deteriora en docilidad. También hay jefes negados para dar un feedback directo, honesto, exigente, constructivo, por temor a la reacción del evaluado. En algunos comités de dirección el brainstorming brilla por su ausencia, imponiéndose una actitud defensiva y apocada. Hasta en la familia, ecosistema ideal para la naturalidad y autenticidad de sus miembros, cabe la posibilidad de que los problemas, opiniones discrepantes, conflictos, sean sepultados “oportunamente”. Hoy es una discusión de fútbol, mañana unas diferencias de criterio sobre los hijos, pasado la política se mete hasta la cocina, y de repente, sin quererlo ni beberlo, se instala un ambiente averso a la controversia sana y la disparidad de pareceres.

El precio que se paga por una cultura poco entrenada para el conflicto es más alto de lo que pensamos. Hay que atravesar el bosque oscuro y amenazante de los conflictos para arribar a la tierra abierta, fértil y acogedora de la paz. De nada sirve negarlos o minimizarlos. Si nos falta inteligencia para entender el conflicto, para calibrar su naturaleza y alcance, o carácter para actuar en consecuencia, nos acomodamos en una suerte de tregua que no es más que un conflicto larvado, transido de tabúes, que va minando paulatinamente la energía y la confianza.

¿Hay que encarar todos los conflictos que se nos presentan? Evidentemente, no. En la adolescencia uno entra al trapo de las discusiones con una prepotencia que habla de inseguridad. En la madurez uno descubre que se debe ser selectivo, que relativizar es un verbo importante, que son las menos las cuestiones nucleares de la vida. Estas tienen que ver con valores y convicciones profundas, con sentimientos de amistad y afecto que invitan a dar la batalla. Entonces, sí, con sentido de la oportunidad, tacto y firmeza, hay que desatar nudos que estrangulan nuestras relaciones más queridas.

¿Razones de esta extendida prevención al conflicto? A veces tiene sus raíces en experiencias dolorosas de la infancia; el sufrimiento pasado invita a retirarse ante cualquier atisbo de encontronazo. Otras puede ser un déficit educativo en casa que impide que las emociones afloren a la superficie, allí donde pueden ser manejadas. La inteligencia emocional no consiste en reprimir estados de ánimo que censurados, acaban secuestrando nuestras mejores iniciativas y gestos. Sentimiento identificado, expresado, en un clima que propicie una comunicación abierta, sentimiento que estamos en condiciones de gestionar. En aras de la armonía idealizada el conflicto se manda al sótano afectivo, allí donde nos secuestra. Acostumbrados al protocolo familiar, a las buenas formas de cara a la galería, ante un conflicto de ideas nos debatimos en la duda existencial de fight or fly. O huimos del conflicto porque nos produce sarpullidos, es un partido que no sabemos cómo jugar, o entramos en él como elefante en cacharrería ajena. De la negación a la guerra. Tampoco ayuda nuestra escasa preparación para el debate, para la polémica, para la expresión de nuestras ideas, para la escucha empática. Son músculos poco trabajados, que se rompen fácilmente en los primeros desencuentros.

¿Cuántos conflictos tenemos pendientes? ¿Cuántos merecen nuestra indiferencia, olvido, silencio, comprensión? ¿Cuántos deberíamos abordar? ¿Cómo, dónde, cuándo? ¿Correo, teléfono, mano a mano a tumba abierta? ¿Actitud frente al mismo? ¿Revancha, ansias de victoria, reencuentro feliz?

Preguntas universales, respuesta particular. Un aviso para el viaje de la vida. Conflicto relevante reprimido o aparcado hoy, hipoteca para el futuro. La paz tendrá que esperar.