Democracia y espíritu crítico

Analizando el esperado resultado de las elecciones en México –la corrupción y la violencia, en este orden, son su causa principal– he releído a Octavio Paz: “La mentira inunda la vida mexicana; engaño en nuestra economía; mentira en los sistemas educativos; farsa en el movimiento obrero (que todavía no ha logrado vivir sin la ayuda del Estado)… Mienten los reaccionarios tanto como nuestros revolucionarios; somos gesto y apariencia y nada, ni siquiera el arte, se enfrenta a su verdad”. Autocrítica severa, palabras graves, tristes, sinceras, de un escritor al que su país a menudo se le hacía inexplicable y doloroso. El movimiento populista de López Obrador,el poder y la realidad se encargarán de domesticarlo, probablemente sea el último que se suma a una serie de reacciones de una población entre desengañada e irritada con el estado actual de la política. El gran ensayista e historiador mexicano, Enrique Krauze, en su trabajo Redentores. Ideas y poder en América Latina, explica muy bien este fenómeno social. “El populismo es un término que se puede aplicar a cualquier régimen que declarativamente pretenda trabajar en favor de las vastas mayorías empobrecidas y apele directamente a ellas, por encima de las instituciones. El peronismo fue seguramente el primer régimen populista de América Latina. Lo caracterizaron al menos tres rasgos: movilización vertical de las masas, tendencia a privilegiar la demanda social por encima de la energía productiva de la nación y, sobre todo, el culto al líder, al caudillo… El peronismo distorsionó en miles de personas el sentido mismo de la responsabilidad económica. Inoculó una mentalidad becaria”.

Evidentemente el populismo no es patrimonio exclusivo de Hispanoamérica, aunque el continente hermano ha sido tradicionalmente terreno proclive donde germinar y cuajar. Al norte del río Grande, entre los muchos adjetivos que cabe aplicarle a Trump, destaca el de populista. Observando sus tuits, sus mensajes a la América profunda, su hartazgo del entramado institucional de EEUU, su actitud de cow-boy en asuntos que requieren de máxima prudencia y rigor, asoma claramente un paternalismo autoritario que alienta una mentalidad infantil en la ciudadanía. En la vieja Europa también se extiende un movimiento que coloca en el centro de la acción política a las masas, a diferentes colectivos reunidos en torno a una identidad gregaria, abarcando los dos extremos ideológicos, izquierda y derecha, del electorado.

En el fin del poder, Moisés Naïm, constata una realidad que se va haciendo cada vez más evidente: “Somos más vulnerables a las malas ideas y a los malos líderes… La degradación del poder crea un terreno fértil para los demagogos recién llegados que explotan los sentimientos de desilusión respecto a los poderosos, prometen cambios y se aprovechan del desconcertante ruido creado por la profusión de actores, voces y propuestas”. Escrito en 2013, es una foto precisa del momento presente. En la aldea global, en un planeta crecientemente interdependiente, vulnerable, poroso a las acciones e iniciativas de los diferentes países, donde a futuro no se vislumbra un poder hegemónico, una gran potencia que garantice estabilidad, el concepto de identidad, –¿quién soy?, ¿quiénes somos?– se revela estratégico y decisivo.

En lugar de intentar contestar a cuestión tan vital desde la primera persona del singular, desde el arcano misterioso e irrepetible de cada hombre y mujer, la tendencia alcista es buscar la respuesta al abrigo de la multitud, de la tribu, de la pandilla. En ese atajo peligroso y escapista, quien no está con nosotros está contra nosotros. Maniqueísmo endemoniado, los mediocres recelan de la diversidad y se definen a partir del enemigo común, desde una confrontación a explotar y alimentar.

De todo esto, de las crisis de la democracia, de una civilización en retirada, del declive progresivo del ciudadano, de la falta de pulso de una sociedad debilitada, habló con elocuencia Antonio Muñoz Molina en su libro Todo lo que era sólido. “Eligieron fomentar la pertenencia ciega y no el conocimiento histórico, el narcisismo quejumbroso y exigente y necesitado siempre de halago y no la responsabilidad, el clientelismo y no la soberanía cívica, la grosería disfrazada de autenticidad y no la educación, la imagen y no la sustancia”. Observador atento, incisivo, no exagera Muñoz Molina. Nadie se escapa a su mirada honesta, a su fino diagnóstico, incluidos aquellos que han pecado por omisión. “Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros, sino a la capitulación de los civilizados”. Touché, ahí pone el dedo en la llaga. Son tiempos para ciudadanos informados, críticos, independientes, responsables, escépticos, a los que no es fácil dar gato por liebre, no para súbditos instalados en la frustración, el enfrentamiento y el victimismo populista.