Las dos versiones del liderazgo emocional

¿Por qué nos acordamos de determinadas experiencias y acontecimientos? ¿Por qué podemos traer al presente con todo lujo de detalles (lugar, tiempo, compañía…) una conversación, un viaje, una película, una discusión, una obra de teatro, una clase, una conferencia, una entrevista profesional, una oferta de trabajo, un despido? ¿En qué plano se movía nuestra cabeza para que la memoria retenga con facilidad y precisión pasmosas pormenores de lo sucedido? Si nos limitamos al ámbito de la lógica, al terreno de los conceptos y las ideas, por muy elegantemente que sea construido el relato, el tiempo difuminará o eliminará los restos del hecho de marras.

Blaise Pascal, brillante matemático del siglo XVII, escritor, filósofo, escribió la sentencia: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. El pensador francés no somete al lector a una absurda dicotomía entre los argumentos de la razón y los sentimientos del corazón. Está invitando al talento y capacidad analítica del ser humano a realizar diagnósticos finos de problemas intrincados, a construir propuestas inteligentes, a incorporar en la intrincada ecuación del quehacer humano los misterios del corazón, las heridas del viaje, las ilusiones del alma, los órdagos de la vida. ¿Qué es la intuición?¿Un golpe de suerte, un capricho del destino, una ocurrencia improvisada, una moneda al aire, o la cumbre de una mente preparada, trabajada y capaz, que enfrentada a la solución de un problema, exigida a tomar una decisión correcta ente distintas opciones, fluye con naturalidad y libertad, accediendo a registros sublimes e inefables?

Si el liderazgo es el arte de influir en los comportamientos y actitudes de las personas, en sus pensamientos, en sus estados de ánimo, en sus fuentes de energía y compromiso, cuesta pensar que existan políticos, analistas, gestores, que reduzcan fenómeno tan vivo y cambiante a un ejercicio exclusivo de la razón, a una exhibición monocolor del sentido común, a una dialéctica matemática donde balances y números comparten protagonismo. Reduccionismo ingenuo, falacia simple, hipótesis falsa de trabajo, el hombre es mucho más complejo y caprichoso que el añorado y reivindicado homus economicus.

Solo en ocasiones el ser humano se comporta de modo racional y previsible. A menudo se deja llevar por impresiones, afectos, gestos, sin someter estos a una evaluación rigurosa de sus fundamentos y consecuencias. ¿Por qué unas personas nos inspiran respeto y otras no? ¿Por qué unas personas nos hacen sentir de una manera que rezuma confianza, credibilidad, esperanza, y otras nos adormecen con palabras burocráticas? ¿Por qué nos comprometemos con proyectos más grandes que nosotros, y otros destilan sopor e incredulidad? Resulta difícil imaginar que, en las respuestas a estas preguntas, las emociones sean silenciadas o ignoradas. Si el liderazgo como relación con los otros se reduce a pura emoción y sensibilidad, obviando la capacidad de pensar con precisión, frialdad y lucidez, estamos bordeando la frontera de la manipulación, del paternalismo, del vendedor de humo. De igual manera, si la fórmula del liderazgo no suma sentimientos, vibraciones, miradas cómplices, palabras auténticas, silencios acogedores, empatía, se torna un proceso vacío, yermo, desilusionante.

Si el sustantivo liderazgo conlleva entre otros adjetivos el de emocional, la nobleza de la causa perseguida exige distinguir entre distintas emociones. Algunas nos ponen en evidencia. En tiempos de incertidumbre y cambio es fácil excitar el miedo, la frustración, el maniqueísmo –nosotros versus ellos–, el odio, los aires de superioridad, que no son más que el anverso de un complejo de inferioridad, descorchando fuerzas ocultas, viscerales, de los así convocados. A eso se dedica la peor propaganda, esto explica el movimiento populista en auge en Europa y América. Maestros en la gestión de emociones fuertes, encuentran los atajos para llegar al poder. Como alternativa a un liderazgo hierático, distante, o a otro demagógico, epidérmico, un liderazgo emocional que hunde sus raíces en valores que nos definen como civilización –la libertad, la justicia, la igualdad, la humildad, la honestidad, el diálogo, la tolerancia, la diversidad– moviliza corrientes de optimismo, de dignidad, de autoestima, que los diques del convencionalismo político no pueden contener.

Estas reflexiones me ayudan a entender el triunfo de Pablo Casado en las primarias a la presidencia del Partido Popular. Guarda cierto paralelismo con la victoria de Pedro Sánchez. Frente al candidato del establishment se impone el outsider, el romanticismo, las lágrimas, despertando la militancia socialista. En el caso popular, frente al continuismo de lo viejo, del posibilismo prudente, de la ortodoxia administrativa, surge pujante y vigorosa la candidatura más sentimental, más rupturista. Confiemos que éstos y otros líderes con importantes responsabilidades públicas protagonicen un liderazgo racional y emocional que saca lo mejor del ser humano, sin hurgar en sus miserias, demonios y complejos.