Nuestro traicionero lenguaje corporal

Conozco dos caminos para descubrir las zonas que no veo de mí mismo. Uno es saber qué rasgos de los otros me irritan y el otro es el reconocimiento de aquellos comentarios que me hacen ponerme a la defensiva. Cada vez que me encuentro discutiendo algo con pasión, puedo estar seguro de que no estoy muy convencido”.

En el difícil, largo, azaroso, proceso de conocernos a nosotros mismos, de descubrir quiénes realmente somos, de conocer los motivos verdaderos que nos inspiran, el bisturí incisivo y delicado de Hugh Prather nos puede resultar de enorme utilidad. En Palabras a mí mismo señala dos pistas muy valiosas. La primera fija la atención en reacciones desmedidas, juicios severos, sobre las carencias o defectos de los demás. A lo peor, en un elemental efecto proyección, vemos en ellos lo que más nos repugna de nuestra forma de ser. Al respecto, las relaciones padres-hijos, en ambas direcciones, es una veta riquísima para el autoconocimiento, el aprendizaje, la paciencia y humildad.

A la segunda señal, sutil, discreta, paradójica, dedico el resto de esta columna. Es indudable que la pasión es síntoma inequívoco de una vida intensa, bien aprovechada, exprimida al máximo. Es la expresión física de nuestros compromisos más queridos, de nuestros valores más determinantes. Habla de interés, ilusión, voluntad, entusiasmo, carácter, coraje, fortaleza de ánimo. Lo contrario es una personalidad retraída, anémica, tibia, indiferente a los misterios, pruebas y desafíos de la aventura de vivir.

Sin embargo, reconocidas las ventajas y cualidades de una persona apasionada, deberíamos aprender a recelar de sus excesos. En el equilibrio está la virtud. ¿Cuándo y por qué nos revolvemos como si fuéramos un animal herido? ¿Por qué no dejamos hablar al otro? ¿Por qué contraatacamos con una furia impropia de alguien ecuánime, ponderado? ¿En qué circunstancias, sobre qué temas, con qué personas, sufrimos un secuestro emocional, la razón se retira y somos víctimas de nuestros instintos más viscerales? ¿Por qué esa mirada fría, ese tono despectivo, ese sarcasmo hiriente, ese timbre de voz elevado? ¿Por qué entre el estímulo y la respuesta no media una reflexión, una respiración consciente, un ejercicio inteligente y oportuno de nuestra libertad interior? Nuestro lenguaje corporal, transparente, sincero, implacable, nos desnuda, poniendo en evidencia nuestras contradicciones y miedos más secretos. Estamos ante el ángulo ciego de una realidad tan querida, la nuestra, que a fuerza de cercana e íntima se torna desconocida.

Si la sobreactuación es una debilidad humana, nos afecta a todo tipo de personas y profesiones, en política alcanza registros inauditos. La constante exposición pública, la obsesiva atención mediática, la querencia natural hacia la escenificación teatral, el deterioro progresivo en campañas superficiales de márketing empujan a políticos de uno y otro signo por una pendiente tentadora y resbaladiza. Siempre me acuerdo del “míreme a los ojos” ,transcendente y solemne, del diputado Hernández Moltó al exgobernador del Banco de España, Mariano Rubio. Importante comparecencia parlamentaria sobre ética y corrupción, ¿cómo acabó el supuesto modelo de honestidad, control y transparencia?

Últimamente, con la llegada del populismo a los escaños del Congreso, el histrionismo y la pantomima van ganando terreno sin sustancia real y sólida que lo soporten. En función del asunto y geografía –financiación de los partidos, propaganda televisiva, Venezuela, educación, política exterior, nuestra historia más reciente…– observen lo que el cuerpo de los políticos dice, sin ser ellos conscientes de esa brecha comunicativa.

Desgraciadamente, las últimas semanas, mientras el país tiene varios frentes abiertos donde se juega mucho, han sido generosas en gestos, contrataques, respuestas, cuya virulencia y agresividad son sospechosas. Si dicen verdad, señores políticos, no adopten un tono tremendista y melodramático. Un poco de mesura y serenidad les da un plus de autoridad.

¿Trascendencia de todo esto para el noble ejercicio del liderazgo, para elevar a los ciudadanos y sus representantes a un escalón superior? Enorme. Albert Einstein solía decir que “dar ejemplo no es una manera de influir en los demás, es la única manera” (espero que las comillas no pasen desapercibidas). Cuando entre lo que decimos y lo que hacemos, entre lo que predicamos y practicamos, se abre un boquete sensible, nuestra credibilidad se resiente. Cuando medimos a los demás con una vara de medir distinta a la que usamos con nosotros, la confianza sufre, el crédito se agota. No hay discurso más elocuente que nuestro comportamiento, mensaje más demoledor que nuestras acciones. Tomen nota los aprendices de actores de nuestra frágil democracia. Y no desprecien el silencio como alternativa. Acuérdense de Ganivet: “Asegúrate que tu palabra vale más que el silencio que estás a punto de romper”.