La celebración estos días de la Asamblea General de la ONU invita a darse un paseo por la historia y geografía más recientes. Viví en mi infancia y juventud los tiempos de la Guerra fría. Dos bloques antagónicos –americano y soviético– se disputaban el control del planeta. Posteriormente llegó un mes mítico, agosto de 1989. Caía el Muro de Berlín, se derrumbaba estrepitosamente el régimen comunista de la URSS. Hoy todavía los rusos no le perdonan a Mijaíl Gorbachov haber permitido afrenta tan cruel. El laboratorio social de un mundo nuevo, la utopía marxista, la arcadia feliz de las pobres gentes, la alternativa a un capitalismo inhumano, se había convertido en una inmensa cárcel –Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, es una lectura moralmente obligada–, en un sistema totalitario. Silencio vergonzoso de muchos intelectuales cuyas plumas se declararon en huelga mientras la libertad y dignidad de millones de seres humanos eran reprimidas.

Ahora, ¿dónde estamos? Claramente se dibuja un mapamundi distinto al que estudié en mis clases de geografía. El centro de poder se desplaza hacia el Pacífico. Ciudades como Hong Kong, Shanghái, San Francisco o Singapur florecen imparables, mientras las viejas glorias europeas se recuestan sobre sus laureles. Salvo la excepción de Israel, la revolución digital que marca nuestra era se disputa en China y EEUU, allí se juega la NBA, los demás se ven relegados a la ACB. Uno y otro gigante caminan en direcciones opuestas. Pese al liderazgo científico y militar de EEUU, éste se recoge sobre sus fronteras, declarando guerras comerciales a diestro y siniestro donde todos los jugadores afectados tienen mucho que perder. China, en cambio, prosigue con una política expansiva que va más allá de sus naturales destinos asiáticos.

Pensando en la credibilidad de Occidente para vender sus valores, seriamente cuestionados por países y culturas que se resisten a ser instruidos como niños por padres poco ejemplares, tres países despuntan en el horizonte. Corea del Sur, amenazada nuclearmente por su primo hermano del norte, Japón e India, la democracia más populosa del mundo. Mala noticia es que el prestigio de las democracias liberales de Occidente esté en entredicho. En países como China, Turquía o Rusia, los mandatos de sus dirigentes se extienden sine die. Instalados acríticamente en el poder pueden pensar a largo plazo, diseñar planes estratégicos a varios años vista, mientras que los políticos occidentales conducen con luces cortas. Mandan los ciclos electorales, las generaciones futuras pueden esperar. ¿Cómo se presenta Europa en este complicado certamen internacional? ¿Basta con la unión monetaria para avanzar firme y segura? ¿Se va a limitar a protegerse de una emigración alimentada por situaciones degradantes en los países de origen, sin hacer nada al respecto, al tiempo que su población envejece a un ritmo que hace peligrar la conquista social del Estado del Bienestar?

De telón de fondo, la globalización, un nuevo escenario que despierta enemigos en ambos extremos del espectro ideológico. Vivimos en un mundo donde las nuevas tecnologías brindan experiencias inéditas de relación y aprendizaje, donde la educación progresa, donde la riqueza aumenta, donde la salud mejora, la esperanza de vida se prolonga a edades impensadas, donde la ciencia da pasos gigantescos, donde la paz goza de periodos desconocidos, donde nuestra calidad de vida no tiene color con otros tiempos... Logros indiscutibles, no hay lugar para la autocomplacencia. La preservación del planeta, la amenaza nuclear, la ciberseguridad o el hambre están ahí para recordarnos tareas pendientes.

Una de ellas, la desigualdad, un injusto reparto de la riqueza, se convierte en causa de los movimientos populistas de izquierda y derecha. Mientras que las clases media y baja de los países en desarrollo se han beneficiado del crecimiento económico, en los países más avanzados no han corrido la misma suerte. En ese deterioro del pilar de una sociedad libre y justa han encontrado un caldo de cultivo los líderes más demagógicos. A problemas complejos e interconectados, recetas simples y maniqueas que insultan la inteligencia. Ésa es su forma de personarse en una conversación pública que circula temeraria por la red. Las huestes populistas se nutren de pesimistas y agoreros que solo anuncian tormentas, de nostálgicos que ante un futuro incierto se aferran a un pasado que idealizan y manipulan.

¿Cuestión capital? Las señas de identidad, como país y como persona. La sociedad del conocimiento, una economía global, digital, requiere una visión universal del planeta, una actitud cosmopolita, un espíritu integrador que no teme la diversidad. No son tiempos para respuestas tribales, para boinas provincianas, para nacionalismos egoístas y excluyentes. El desafío es la educación, ciudadanos más preparados, cultos, viajados, curiosos, informados, críticos, ávidos de consumir saber, no propaganda.