Historia, asignatura obligada

Amedida que el flujo de acontecimientos va conformando el exterior de nuestra vida, en nuestro interior se va plasmando una serie de imágenes… No nos tomamos el tiempo para observar con atención ese lienzo interior”, susurra al lector Rabindranath Tagore en un libro hermoso titulado Mis recuerdos. Buscamos fuera lo que está en nosotros, no podemos ignorarnos. Si tenemos el coraje de mirar adentro, descubrimos que nuestra biografía es el mejor seminario, una lección de vida personal, práctica, real, gratis.

Cuáles son nuestras raíces, los fundamentos de la educación recibida, las claves de nuestra familia, qué heredamos de nuestro padre, de nuestra madre, orden ocupado en la jerarquía de hermanos… son elementos imprescindibles para entender nuestra forma de pensar, de sentir, de reaccionar. Cómo fue nuestra infancia, los años del cole, la adolescencia, el vértigo de un joven que juega impaciente a ser adulto, elección de estudios, primeros pinitos laborales, un proyecto familiar propio, los hijos, un antes y un después radical, transformador… son hitos que nos empujan hacia la madurez de una vida a descubrir.

Aciertos, errores, conquistas, frustraciones, heridas físicas, del alma, miedos, ilusiones, dudas, éxitos, sorpresas, adversidades, alegrías, golpes de suerte… jalonan una travesía vital que respira aires razonables de autoestima y confianza, o bases frágiles donde se cuela la inseguridad personal, una actitud esquiva, defensiva, asustadiza. Conocer nuestra historia personal, sin lentes trucadas que distorsionen la realidad más íntima, es fundamental para aspirar a una plenitud trufada de talentos, habilidades, valores, para forjar un carácter libre e independiente. ¿Qué papel desempeña nuestro pasado en la aventura de vivir? ¿Carga pesada, hipoteca profesional, afectiva, moral, mochila insoportable, o veta rica y profunda en experiencias, logros y aprendizajes para el camino? ¿Lo conocemos, aceptamos y firmamos íntegramente con humildad y coraje, y así viajamos ligeros de equipaje, o lo sorteamos con quiebros tramposos, instalados en la nostalgia, o lo que es peor, en el resentimiento y reproche continuos?

El mismo razonamiento aplica a las diversas instituciones por las que discurre nuestra vida. Colegios, universidades, organismos públicos, empresas… hablan de su cultura, de su filosofía corporativa, de sus modos de hacer, de usos y costumbres que se han ido tejiendo a lo largo de su historia. Las hay fuertemente arraigadas, asentadas sobre cimientos sólidos, y otras que parecen veletas reactivas moviéndose al ritmo que marcan los vientos. Pensaba en todo esto mientras leía las crónicas de los actos celebrados en París conmemorando los 100 años del final de la Primera Guerra Mundial. Similar lógica vale para entender una era global presidida por una revolución tecnológica sin precedentes en la historia de la humanidad.

¿Cuántos estudiantes, cuántas personas, saben que el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo el 28 de junio de 1914 fue el detonante de la gran confrontación? ¿Cuántos se atreverían a explicar los acuerdos de paz de 1918 y sus implicaciones posteriores? Si avanzo hacia delante a lo largo del siglo XX europeo, ¿cómo revelar la erupción fatal de grandes ideologías de masas, el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el comunismo bolchevique en Rusia? ¿Algún rasgo en común con un presente caracterizado por el auge de los populismos, por ataques frontales a las democracias liberales, por el resurgir de nacionalismos insolidarios que amenazan con destruir el sueño de una Europa unida, diversa, respetuosa de las señas de identidad culturales de sus miembros?

En un clásico, El Mundo de ayer. Memorias de un europeo, Stefan Zweig, reflexionando sobre aquellos años dramáticos escribe: “Las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras”. Palabras de entonces, podrían valer para ahora, con el agravante de las inmensas posibilidades que las redes sociales brindan a los profesionales del insulto y la violencia. Otro europeo insigne, Albert Camus, aporta algunos consejos sabios invitando al final a recuperar los orígenes clásicos de la democracia ateniense: “Admitir la ignorancia, rechazar el fanatismo, reconocer los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza al fin, ése es el espacio en el que nos reuniríamos de nuevo con los griegos”.

Cualquier persona, institución, país, que ignora su pasado, que lo manipula, que deja que otros inventen un relato falso, tiene muchas posibilidades de tropezar en sus agujeros más oscuros, de reescribir sus páginas más tristes. Si pudiera, ahora que se habla de bajar el listón de exigencia de la educación de un modo irresponsable, me aseguraría que la Historia fuera una de las asignaturas estrella, hueso duro de roer, impartida por docentes preparados, rigurosos, honestos, exigentes, enamorados de su vocación-profesión. Otro gallo nos cantaría. La ignorancia, la estupidez, el adoctrinamiento son los enemigos a batir.