Hiriente desigualdad

Uno de los grandes males del socialismo es su pretensión de superioridad moral, porque la izquierda se siente así más avalada para violar derechos y libertades. Durante mucho tiempo recurrió a la pobreza de los trabajadores, supuestamente un producto cruel e inevitable del capitalismo. El paso del tiempo, y la comprobación de que los trabajadores sufren pobreza cuando sufren el anticapitalismo, les hizo arriar esa bandera e izar otra: la desigualdad.

Se trata, otra vez, de un camelo, por partida doble. Por un lado, no se ve por qué la desigualdad que es fruto de la acción humana libre deba ser combatida: no hay forma de demostrar que a mí me resulta perjudicial el que mi vecina sea cada año más rica que yo —aunque conviene aclarar quizá que, como no soy socialista, no soy envidioso (o al revés)–.

Por otro lado, para colmo, resulta que la desigualdad está disminuyendo en el mundo. Desesperados, los enemigos de la libertad se han inventado ahora una desigualdad malísima, que es la existente dentro de cada país. Cuando no les funcione, se inventarán otra. Pero la clave es que están siempre heridos en su ánimo cada vez que ven una desigualdad, quiero decir, cada vez que ven una que sea fruto de la libertad, porque jamás se quejan ante la desigualdad creciente entre la debilidad de la mujer trabajadora y el poder de los Estados y los múltiples lobbies que a su socaire medran.

Su altivez ética se funda en errores y dogmas absurdos, en particular el rechazo a la igualdad liberal, la única igualdad compatible con la libertad, que es la igualdad ante la ley. La igualdad que anhelan se burla de la igualdad ante la ley y sólo concibe la igualdad mediante la ley, una igualdad forzada a través de la política y la legislación, que acabará con todos los males, al parecer, pero que, en cualquier caso, necesariamente reclama la violación de la propiedad privada y los contratos voluntarios de las mujeres.

La mirada herida del socialista no puede aceptar que la riqueza se crea, y la lucha contra la pobreza no la emprenden los Estados sino los propios pobres, que son capaces de dejarla atrás si prevalecen las instituciones liberales, es decir, si los socialistas de todos los partidos no consiguen violar dicha propiedad y dichos contratos.

El odioso mercado libre, el deplorable comercio, y los innecesarios contratos privados: ellos son los que han permitido a millones de personas superar la pobreza. En cambio, cuanto más predomine el socialismo en cualquiera de sus variantes, desde la más vegetariana hasta la más carnívora, la pobreza se multiplica al mismo tiempo que, no por casualidad, la libertad y la justicia padecen.