Un mundo cabreado

Viajar es aprender, descubrir, disfrutar la naturaleza, cultura, historia... del país visitado, conocer de la mano de tus anfitriones sus sueños y oportunidades, los problemas y desafíos del momento. Acabo de regresar de Perú. Entre otros retos, tienen que digerir la llegada de 800.000 venezolanos que huyen del “paraíso” bolivariano, regalo envenenado del inefable Maduro. Percibí fundada preocupación por el clima social en varios de los países vecinos. Al margen de la tragedia de Venezuela, se ha instalado un silencio vergonzoso sobre un régimen represivo, un estallido de revueltas callejeras y manifestaciones recorre Ecuador, obligando a su presidente a abandonar la capital, Quito, buscando refugio en Guayaquil. Chile, uno de los países más ricos de la región, una de sus democracias más estables, sigue en estado de sitio. Sobre Argentina se da por descontada la victoria en las próximas elecciones del candidato peronista, movimiento populista en estado puro.

Cambiando de tercio, ayer por la noche la CNN se hacía eco de protestas en Líbano; Hong Kong, celoso de su libertad, no descansa, y por aquí qué le voy a decir que usted no sepa. Parece como si una ola de indignación generalizada recorriera el mundo, amenazando con derribar diques otrora intocables. Evidentemente, cada conflicto tiene su propia peculiaridad, cada país es un mundo aparte. Por ejemplo, poco tienen en común las manifestaciones en Londres sobre el Brexit con la dolorosa y violenta semana de Barcelona. Por tanto, cualquier intento de extrapolar a nivel general y emitir un diagnóstico global, obviando cuestiones internas de cada Estado, pecaría de superficial.

¿A qué se debe este estado social de crispación y protesta? ¿Cuáles son los motivos de este tsunamimundial de irritabilidad y tensión? Con la máxima cautela, pensando en los países de nuestro ámbito occidental, me atrevería a apuntar tres causas explicativas de un organismo social tan deteriorado. La primera razón es de índole económica. Todas las estadísticas confirman que el planeta nunca ha sido tan rico, que la batalla contra la pobreza y la enfermedad está dando pasos importantes e irreversibles. Aun cuando no hay ningún motivo para el orgullo y la autocomplacencia, las cifras son todavía dramáticas. ¿Qué es lo que ocurre entonces? La desigualdad sigue siendo la asignatura pendiente en muchos países. La concentración de riqueza en pocas manos es insultante, mientras que en la base de la pirámide millones de personas hacen malabares para llegar a fin de mes. Cuando llegan las crisis y se hacen recortes sensibles a las clases medias y bajas, lógicamente la sensibilidad y la crispación social se disparan. Es de justicia, y hasta de sentido común, cerrar esa brecha salarial si no queremos que la globalización deje tiradas a millones de personas que se sienten excluidas. Si la tarta es cada vez más grande y rica debemos repartirla mejor; ganaremos todos.

Ejemplaridad necesaria

La segunda razón es de naturaleza política. Asistimos a un proceso gradual de desinstitucionalización de las relaciones humanas. Las instituciones por las que discurren las vidas de hombres y mujeres se ven sometidas a un test de credibilidad que pocas superan. En el ámbito de la política, el problema alcanza caracteres muy graves. La confianza en las clases dirigentes se desploma, la democracia se resiente, trasladándose el debate del Parlamento a la calle. De ahí al protagonismo de las masas, hay un paso. Por eso, los casos de corrupción que han aflorado a la superficie hacen tanto daño, privando de legitimidad moral a líderes que solicitan a los ciudadanos apretarse el cinturón. El creciente divorcio entre los ciudadanos y sus representantes requiere de un trabajo quirúrgico de reconstrucción de la confianza estratégico y urgente. Sólo desde la ejemplaridad de los gobernantes se podrá acometer.

La tercera razón es más profunda y delicada. A cualquier observador atento y ecuánime de la realidad le sorprende el nivel de ira y odio acumulados. Muchos de los manifestantes son estudiantes acomodados, hijos de un sistema que les ha hablado más de derechos que de deberes, más de libertades que de responsabilidades. En la sociedad de la abundancia, en la era digital donde prima la conectividad permanente sobre la idea de comunidad, donde la privacidad es invadida, donde la política se ve superada por la tecnología, asoma el rostro una actitud nihilista, una vida carente de sentido, un vacío existencial interior que se proyecta sobre personas que piensan de otra manera. Refugiados en la tribu que piensa, siente y actúa por ellos, brotan incontrolables sus frustraciones y contradicciones más íntimas. Podían aprender de Gandhi: toda revolución empieza por uno mismo.

A todos nos vendría bien una buena dosis de meditación en soledad y silencio; los mejores antídotos contra la jauría.