Asomando ya con claridad en el horizonte más cercano la fiesta de la Navidad, vuelvo a releer la obra del ensayista polaco Adam Zagajewski, Príncipe de Asturias de las Letras en 2017. En uno de sus libros, Solidaridad y Soledad, ya en el prólogo señala algunos de los peligros a los que nos enfrentamos. “El individualismo exacerbado y el colectivismo radical constituyen la misma amenaza contra la vida espiritual”. De fondo una visión materialista de la existencia humana, que ahoga el espíritu y nobleza de nuestra controvertida condición. Más adelante tiene el acierto de rescatar una biografía de Orwell escrita por Bernard Grick: “Si el totalitarismo se volviera nuestro pan de cada día, desaparecerían todos los valores humanos: la libertad, la fraternidad, la justicia social, la pasión por la literatura, la predilección por el debate sincero y por la exposición clara de las ideas, la fe en la honestidad natural del hombre y en el afán de perfeccionamiento de la gente sencilla, el amor a la naturaleza, el placer de relacionarse con la diversidad, propio del universo humano, y, finalmente, el patriotismo”. Presagio visionario, oscuros nubarrones amenazan con desatar tormenta en la actualidad.

Desgraciadamente, la democracia representativa típica del mundo occidental no pasa por su mejor momento. Movimientos populistas, asamblearios, privilegian la calle sobre el Parlamento, las masas sobre la ley, el colectivo sobre la dignidad y la libertad de cada hombre y mujer, la propaganda sobre la información. A los tradicionales líderes utópicos de la izquierda (Iberoamérica se reafirma como granero fértil de “caudillos salvadores”) cuya prometida arcadia feliz deviene tristemente en dictadura representativa se suman otros actores histriónicos –Trump, Johnson, Salvini, Bolsonaro...–, contribuyendo entre todos a una burda y deprimente función teatral. Entre tuits reduccionistas, recetas fáciles para problemas complejos, descalificaciones e insultos personales al adversario político, afirmaciones gratuitas y temerarias, el hilo argumental de fondo es un repunte nostálgico de los nacionalismos, cuando el ser humano debería profundizar en el misterio de su identidad, personal, plural, original, irrepetible. A la idea de comunidad solidaria no se llega saltándose o reprimiendo al individuo.

Hastiado del protagonismo e incontinencia verbal de los más sectarios e ignorantes, recupero el ánimo leyendo En la belleza ajena, para mí el mejor trabajo de Zagajewski: “Frente al mundo se pueden tomar dos actitudes: uno puede declararse a favor de los silenciosos escépticos y cínicos, que, alegremente, se dedican a desdeñar los fenómenos de la vida y gustan de reducirla a sus ingredientes más banales. O bien puede aceptarse la posibilidad de que las cosas grandes e invisibles existan de verdad, y, sin caer en la exaltación vana ni en la retórica insufrible de los predicadores ambulantes, intentan expresarlas o, al menos, rendirles homenaje, lo que, por lo demás, no significa en absoluto que entonces vaya uno a cerrar los ojos a todo lo pequeño y bajo”.

No perder la esperanza

Por razones de pura higiene mental, de serenidad interior, es evidente cuál prefiero de las dos opciones contempladas, por qué actitud me decanto, máxime con la Navidad llamando a nuestros hogares. El vaso de agua lo puedo ver medio vacío, o medio lleno, depende de como lo mire. Teniendo motivos de sobra para dejar de creer en el hombre, no cabe perder la esperanza. Por eso no dejo todavía a Zagajewski: “¡El bien también existe!, no sólo el mal, el diablo y la estupidez. El mal es más enérgico; al bien, en cambio, le gusta desconcertantemente extraño, demorarse... Pero el bien regresa, tranquilamente, vuelve sin prisa, por desgracia demasiado despacio, como si no quisiera recordar que nosotros estamos trágicamente enredados en el tiempo. El bien se comporta con nosotros como si fuéramos inmortales... el bien es mejor que nosotros”. Ciertamente los ritmos del bien pueden ser exasperantes, un duro test a nuestra paciencia, pero hay que perseverar.

La Navidad, con sus inevitables dosis de alegría y dolor –los seres queridos que ya no están se hacen notar, y mucho– es tiempo ideal para alzarnos sobre nuestras miserias, no quedar atrapados en actitudes cainitas, ofrecer nuestra mejor versión. No sólo para los que somos cristianos son días propicios para la bondad, para tener gestos con un prójimo al que miramos con indiferencia, para extender una mano generosa, para pedir perdón, para levantarnos pese al cansancio acumulado, para asombrarnos ante el misterio insondable que celebramos. En fin, tiempo para el amor, la única revolución que nos lleva a una tierra distinta, acogedora; en ella cabemos todos.

De corazón, estimado y paciente lector, feliz Navidad.