Historia correcta de la economía

Hay historias correctas, y a la vez políticamente correctas. Es lo que le sucede a Breve Historia de la Economía, de Niall Kishtainy (Biblioteca Nueva). En poco más de trescientas páginas repasa con aceptable acierto grandes temas de la teoría económica desde la Antigüedad clásica hasta premios Nobel de nuestro tiempo. Y, sin embargo, decepciona. De entrada, por su maltrato a España: da crédito a la leyenda negra e ignora el pensamiento económico de nuestros escolásticos.

También desilusiona la corrección política con la que aborda su disciplina. Estamos ante un equívoco centrista, que rechaza el comunismo –lo hace en el capítulo 16 citando a Ludwig von Mises, nada menos–, pero hace lo propio con el capitalismo de libre mercado, como si fueran males análogos.

Casi no habla de impuestos. Explora los aspectos positivos del gasto público en el capítulo 21, sin referencia a los negativos. Tiene una visión amable de Keynes en el capítulo 18, pero critica a Buchanan en el 28 y a Friedman en el 29, con la habitual referencia a su relación con la dictadura de Pinochet, sin mencionar a otros economistas que apoyaron dictaduras socialistas.

Caen bajo su invectiva las teorías de las expectativas racionales y los mercados eficientes en el capítulo 30, y participa de la visión convencional de las crisis: como existen, entonces los mercados no funcionan. Plantea la tesis en el capítulo 31, despotricando contra la malvada especulación y sin abundar en el papel de los bancos centrales. Si hay burbujas es por culpa de los “inversores sobreexcitados”, no de la política monetaria, dice en el capítulo 36.

Identificación errónea

Se entusiasma con Stiglitz y los fallos del mercado en el capítulo 33, identificando equivocadamente el mercado libre con la competencia perfecta neoclásica, y a ésta con la mano invisible de Adam Smith, cuando no tienen nada que ver. Incluso cuando parece condenar el intervencionismo (con la inconsistencia temporal de Kydland y Prescott), resulta que no le vale la economía capitalista de mercado porque hubo una gran crisis en 2008. No se le ocurre pensar que el intervencionismo de las autoridades tuvo alguna responsabilidad.

Aplaude a Minsky, alaba el gasto público para salir de la recesión y concentra las críticas en el capitalismo financiero, la desigualdad y el cambio climático: aquí es la única vez que habla de impuestos, pidiendo que suban, claro.

Todo políticamente correcto, disparatado en ocasiones (¡el mercado no es compatible con el progreso de las mujeres!) y con llamativas ausencias: no cita a Coase, y eso que tiene un capítulo, el 14, dedicado a las externalidades y los bienes públicos; y tampoco lo menciona, ni a Stigler, a propósito de la teoría de la regulación.

Un correcto desencanto, en suma.