La alegría de vivir

Apunto de cerrar otro curso académico, difícil, atípico, histórico, inolvidable, quiero dedicar esta columna al recuerdo de un gran ser humano que se nos acaba de ir. ¡Menuda racha llevamos! Sirvan estas torpes palabras para rendir sincero homenaje al profesor Luis Manuel Calleja. Natural de Asturias, licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid, MBA por el IESE, y desde hace muchos años querido colega de claustro. Adscrito al departamento de Dirección Estratégica de la escuela, cualificado asesor de empresas, a su visión y comprensión general de los grandes problemas y desafíos que tiene planteados la empresa moderna, se unía una sensibilidad exquisita para las cuestiones éticas del arte de gobernar. Por encima de su inteligencia analítica y capacidad para diseccionar las distintas dimensiones de un liderazgo asentado en principios sólidos, tres razones empujan mi pluma, me inspiran sentimientos sinceros de admiración y gratitud.

La primera, importante para un mundo global, interconectado, su extraordinaria facilidad para sentirse en casa en cualquier lugar del planeta. Coincidí a menudo con él en un país que me apasiona, Uruguay. Casado con una uruguaya, era su segunda patria. Para Luisma la diversidad no era una cuota, una imposición, un desafío, sino una forma de estar, vivir, crecer, aprender, ser. En medio del campo uruguayo, en plena naturaleza, entre caballos y gauchos, con un buen mate, verle charlar con una legión agradecida de alumnos y amigos era un auténtico placer. Las tertulias se prolongaban fácilmente hasta bien entrada la noche. No había un adversario al que batir dialécticamente, un argumento que ganar, sino una oportunidad para desarrollar afectos, generar complicidades.

El segundo motivo tiene que ver con su proverbial sentido del humor. Rasgo diferencial de la sabiduría, de la bondad, sin duda constituía una de sus cualidades más distintivas. En una sociedad crispada, que se toma todo a la tremenda, donde abundan los rostros tensos, las miradas agresivas, donde hombres y mujeres sobrados de sí mismos creen cambiar el mundo con su magisterio, serán ilusos, tropezar con él profesor Calleja en el ascensor, en el comedor del IESE, entre clase y clase, era un regalo. Para él el humor no era un ardid sutil para protegerse, un tic defensivo de personalidades superficiales e inseguras, un modo de evadir las grandes cuestiones del quehacer humano, sino una forma de entender el mundo, de descifrar las claves de una vida lograda, de profundizar en el misterio de la existencia humana.

A menudo, siempre oportuno, delicado, un chiste, un sucedido, una anécdota real, un chascarrillo, un apunte histórico, que te arrancaba una risa auténtica y que te permitía cambiar de dial mental. Con él era fácil relativizar casi todo, restar importancia a lo superfluo, aligerar una mochila personal cargada innecesariamente, centrarte en lo esencial, hasta reírte de ti mismo. Surgía como un movimiento espontaneo y natural. Siempre me ha parecido la nota diferencial de los grandes, de aquellas personas que entienden que la vida es una cosa tan seria que hay que tomársela con calma, con mucha humildad y serenidad. Nada frívolo, insustancial, Luisma se movía como pez en el agua entre bromas y veras, era capaz de cambiar de canal con una facilidad pasmosa. Mientras te hacía reír, te hacía pensar, un don que cultivó con gracia y naturalidad.

Cosido a ese rasgo de su carácter, lógica consecuencia de su forma de entender la aventura de vivir, era su alegría. Aun recuerdo una reciente Copa de Navidad en el comedor del IESE del Campus de Madrid. Ejerció durante un buen rato de consumado maestro de ceremonias. Con el micrófono en mano, mientras repartía premios, cestas, movilizaba a los más retraídos o tímidos, imprimió al acto de una magia simpática, de una energía sana. Solo personas como el profesor Calleja lo consiguen, tan difícil y tan fácil. Cuantas veces sufrimos speakers torpes, narcisistas, encantados de escucharse a sí mismos, que se cargan literalmente una atmosfera propicia a la diversión y el aprendizaje. Con Luisma estabas en manos expertas, el sacaba la esencia del espíritu navideño, lo mejor de cada uno de nosotros.

Desgraciadamente no están de moda el humor fino, elegante, la bondad, la alegría de vivir, el respeto, la tolerancia. De todas esas virtudes Luisma era un gran embajador, su sonrisa, su mejor tarjeta de visita, consecuencia de su sencillez, de saberse en paz con sus límites, de su capacidad para perdonar y perdonarse. Me lo imagino ahí arriba, enfrascado en un diálogo cómplice, divertido, entre risas y abrazos eternos. Se te echa de menos, querido colega, y mucho.