La paradoja del cambio

Nuestras vidas son como los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”, expresa el genio literario de Jorge Manrique. La metáfora del río es elegante, poderosa, natural, invita al lector a visualizar las claves de la existencia humana. El río, en su misterioso discurrir hacia la desembocadura final, significa cambio, movimiento, desplazamiento. Más o menos caudaloso la corriente no se detiene, fluye imparable hacia su destino. Tan consustancial a la naturaleza del río es evolucionar, renovarse, fluir, que Heráclito llega a afirmar que “no te puedes bañar dos veces en el mismo río”. Sea el Duero, el Tajo, el Guadalquivir… las aguas son otras, las de ayer pasaron, cumplieron su papel.

Otro gran poeta español, Antonio Machado, reivindica la misma idea, recuerda las reglas del juego de la vida, avisa al viajero. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Partiendo de la oscuridad se irá haciendo la luz, atento al momento presente se irá desplegando el futuro, conversando con los que marchan a nuestro lado modificamos la realidad, la relación, los afectos y sentimientos que nos unen o separan de ellos.

Esta lógica dinámica y viva aplica también al desarrollo profesional de hombres y mujeres desafiados por un mundo en permanente proceso de transformación. La incertidumbre preside nuestros pasos, mostrando dos caras que no siempre se conjugan juntas, profundidad y amplitud. No es tiempo para sprinters que se vacían pronto, sino para maratonianos preparados para pruebas largas y extenuantes. Por eso los profesionales aferrados al paradigma de control, dados al micromanagement, a tenerlo todo bajo su vigilancia e inspección, se resienten en su fuero interno. Buscando respuestas que aporten seguridad, tropiezan con preguntas inquietantes, con sorpresas dolorosas.

La revolución digital, el avance imparable de las nuevas tecnologías, ha acelerado dramáticamente el ritmo y alcance de los retos planteados. Los tiempos se acortan, la obsolescencia está a la vuelta de la esquina. Para más inri, la pandemia, la crisis económica y social que marchan a rebufo de ella, han mostrado crudamente la imperiosa necesidad de renovarnos o morir, ese es el dilema.

Ninguna organización se puede permitir el lujo de ser lenta, burocrática, indecisa, atascada en inercias paralizantes. Sin confundirlo con un estado de histerismo y ansiedad, un sentimiento de urgencia, de flexibilidad, de respuesta rápida, es más necesario que nunca. Lo urgente, además, es importante. Esa mentalidad no debe presidir solo la cultura de los departamentos más vocacionalmente volcados al futuro, a la investigación y el desarrollo, sino que debe ser una seña de identidad que recorra toda la institución.

Propósito que merezca la pena

Registrado y aceptado el cambio como hábitat natural del ser humano, no podemos obviar su otro lado, más discreto y sutil. Volviendo al río, en su superficie se muestra ruidoso, espumoso, saltarín, pero en su fondo el panorama es otro. El mar, en su inmensidad y energía, es un marco incomparable para reflejar esta bipolaridad. Cualquier buen nadador, surfista, acostumbrados a flotar, a mantener el equilibrio en la cresta de la ola, saben que en aguas más profundas reina el silencio, la calma. Incluso a nivel amateur, buceas un poco y te ves inmerso en otra dimensión física, lejos del ruido y ajetreo de nuestra epidermis vital. Dicho brevemente, el cambio necesita estabilidad, serenidad, y ésta solo se encuentra si descubrimos nuestra esencia, si respetamos y vivimos los valores que nos dignifican, si lo que hacemos tiene sentido, si el propósito que inspira nuestra actividad merece la pena.

Un ejemplo cercano. El mundo educativo se ha visto directamente afectado por el Covid. Durante este periodo la tradicional clase presencial ha sido sustituida o completada por la versión virtual. En unos pocos meses se han dado pasos de gigante que en otras circunstancias hubieran requerido años, adelantando un futuro que ya es presente. Bienvenida una tecnología que nos permite avanzar, salvar una situación delicada.

Sin embargo, la clase de toda la vida en el aula, con todo lo que implica –nivel de atención, lenguaje corporal de los alumnos, energía del grupo, diferencia de estilos y caracteres, sentimientos movilizados…– no tiene rival, se muestra imbatible. Es como la canción del verano. Pegadiza, resultona, nos acompaña una temporada para perderse pronto en el túnel del tiempo. En cambio, los clásicos se revelan intemporales, eternos, nunca te cansas de escucharlos.

Nos deslumbra lo nuevo, lo fugaz, cuando es precisamente por esas características que pasará de moda. En cambio, lo sustancial y definitivo regatea al tiempo, permanece anclado en nuestras raíces. Una crisis como ésta es una ocasión ideal para imprimir un ritmo más rápido a los cambios necesarios, pero también una investigación impagable para encontrar nuestro núcleo interior, los cimientos que nos sostienen.