El pasado, ¿hipoteca o aprendizaje?

Es complicado visualizar el desarrollo de nuestra carrera profesional, imaginar los próximos capítulos del libro de nuestra vida, si no sabemos de dónde venimos. Para soñar despiertos un futuro mejor, para citarnos con él y ponernos en marcha, conocer nuestro pasado es tarea inexcusable. Reconocer nuestras raíces, los cimientos sobre los que se asienta nuestro edificio personal, entender las claves afectivas, intelectuales, morales, de la familia en la que aterrizamos en la tierra, el orden jerárquico de hermanos... son pistas cruciales si no queremos perdernos.

Los años de la infancia, el cole, los primeros amigos, el deporte, las bromas más crueles, la adolescencia volcánica, la universidad, las salidas al extranjero, los tímidos pinitos laborales, el nacimiento y desenvolvimiento de nuestra propia familia, los hijos... son episodios diferenciales que deberían estar bajo el control de nuestro radar.

Relaciones más importantes, acontecimientos más transformadores, personas más influyentes en el desarrollo de nuestro carácter, decisiones más críticas, puntos de inflexión que marcan un antes y un después, errores más graves, aprendizajes más iluminadores, instantes inolvidables, experiencias, viajes imborrables, alegrías que bombean oxígeno al corazón, que hinchan el alma, desilusiones más dolorosas, heridas aún no cicatrizadas, etc. Bueno es que seamos conscientes del bagaje acumulado en nuestra mochila vital.

Considero de capital importancia conocer nuestro pasado, con sus luces y sombras, no hacernos trampas al solitario, no contarnos mentiras que alivian nuestra pena, no buscar chivos expiatorios, no quedar atrapados en la auto compasión, y desde una actitud que rezume honestidad, humildad, esperanza, determinación, aceptar con elegancia y deportividad el balance final de nuestra trayectoria.

No tiene sentido pelearse con un tiempo que se fue, juzgar decisiones de entonces con la información, conocimiento y experiencia de hoy. Alérgicos a una visión realista, veraz, ecuánime, lo más objetiva posible, algunos optan por idealizarlo –cualquier tiempo pasado fue mejor–, mientras que otros se instalan en un reproche amargo, en una guerra larvada y dañina consigo mismos. Sólo se puede pasar la página y viajar ligero de equipaje hacia lo que la vida nos puede deparar más adelante si hacemos definitivamente las paces con un tiempo superado, irreversible, del que independientemente del color y argumento central –¿nuestra vida de qué va, comedia o drama? –, sólo cabe aprender.

No conozco seminario más universal, asequible, gratis e incisivo que nuestra propia biografía. Observada con serenidad, leída atentamente, encierra lecciones magistrales sobre nuestros talentos, habilidades, defectos, valores... en definitiva, sobre el misterio de nuestra existencia. De su conocimiento y aceptación nada malo cabe esperar, sólo de su desconocimiento, rechazo o manipulación. Son muchas las tentaciones, miedos y trampas para retorcerlo y acabar contando milongas que nos liberen de asumir nuestra libertad y responsabilidad.

La misma lógica argumental puede aplicarse a la historia de las instituciones por las que transcurre nuestra vida. Cuando se habla de cultura corporativa estamos haciendo referencia a los códigos de conducta de una empresa, a sus modos de hacer, a sus usos y costumbres, a tradiciones escondidas en un pasado que influye en el presente y determina en cierta manera el futuro.

El razonamiento es extensible a los países. Pensando en Europa, es vital instruirse sobre la historia de los diferentes Estados miembro que la componen. No es lo mismo Gran Bretaña que Francia, Alemania que Italia, España que Bélgica. En su diversidad reside su fuerza, o su debilidad, depende de cómo se gestione. Por esta razón siempre he pensado que la historia debe ser una de las asignaturas más importantes en un currículum académico serio, completo y exigente.

¿Cuántos de nuestros jóvenes conocen la historia del siglo XX europeo? ¿Cuántos pueden hablar con fundamento de las dos guerras mundiales? ¿Cuántos pueden escribir un ensayo digno sobre dos ismos siniestros, fascismo y comunismo, éste último silenciado o disculpado por intelectuales de pacotilla? ¿Cuántos ciudadanos en España pueden resumir los momentos más decisivos de nuestra historia en común? ¿Cuántos responsables públicos, políticos, hablan de ella con autoridad, moderación, rigor y sentido de la oportunidad? ¿Cuántos, lamentablemente, se dejan llevar por el maniqueísmo, los buenos contra los malos? ¿Cuántos respiran un cainismo visceral e infame? ¿Qué se busca últimamente con las referencias a nuestro reciente pasado? ¿Distraer la atención de la sociedad mientras se atiende una agenda empobrecedora? ¿Conocer, aprender, perdonar, abrazar al que marcha a nuestro lado, o machacar al adversario, demonizarle, humillarle, convertirlo en enemigo irreconciliable?

Como las personas, los países con aires de superioridad, o con ocultos complejos de inferioridad, inseguros, incultos, se hacen un flaco favor excitando las peores pasiones. Cualquier capítulo del pasado que cerramos en falso grava seriamente el futuro. Moraleja, todos a clase de historia, con los profesores más preparados y objetivos.