Nadal y nosotros

Ya está, Nadal lo ha vuelto a hacer. Ha irrumpido a través de la pantalla en una tarde anodina de domingo y nos ha cambiado el día. Detrás de uno de los triunfos más significativos de su carrera hay mucha cabeza y corazón. En marzo le vi en Barajas con su inseparable tocayo, Maymó. Él venía de América, sospechando que cancelarían Miami, como así fue, volvía a casa, mientras yo iba a un programa de IESE en Santiago de Compostela. Esperando nuestros respectivos vuelos, repasamos la ya inquietante actualidad de entonces. Le vi preocupado, realista, esperanzado, intuitivo, reflexivo, muy maduro, consciente de la envergadura del desafío que se nos venía encima.

Luego vinieron los meses de confinamiento, parada total en boxes, descanso forzoso. Ni la tierra de Roland Garros, ni la hierba de Wimbledon, un verano atípico sin esas citas centenarias. Después tocaba ir volviendo poco a poco a los entrenamientos, despertar el cuerpo, gestionar agujetas, sortear lesiones, sentir de nuevo la comunión entre la raqueta y la bola. Como telón de fondo, el omnipresente coronavirus.

Entre las distintas alternativas que tenía, ir a Cincinnati y preparar Flushing Meadows, una tentación golosa, optó por lo más prudente. Renunciar, verbo difícil de conjugar para los que les cuesta diferir la gratificación inminente, y apuntar a París. A esos efectos, Roma cumplió con creces como calentamiento después de tantos meses de inactividad. De la derrota con el argentino Diego Schwartzman, de los errores cometidos, extrajo lecciones valiosas. En semifinales le ganó en tres sets. Ya en París, frío, esto no es junio, pelotas poco idóneas para su tenis, gradas desiertas para un hombre acostumbrado al calor humano, a las multitudes que le persiguen, veinte días que se pueden hacer eternos, las horas pasan lentamente en ese retiro obligado... toda una catarata de excusas podía inundar su discurso. Reconocidas las circunstancias, aceptadas, éstas son las cartas con las que tiene que jugar la partida, su actitud es de pelea y superación, asumiendo su responsabilidad.

Así abordó la final. Pocas veces le he visto tan metido en un partido. Su mirada, su concentración, el nivel de confianza, su capacidad de anticiparse a lo que haría Djokovic... el conjunto irradiaba determinación, seguridad. El primer set, para enmarcar, rayó la perfección. El postre lo conoce, fair-play, reconocimiento del adversario, recuerdo emocional a las víctimas de la pandemia –la tragedia pone las cosas en su justo sitio, esto sólo va de dar raquetazos a una pelota–, todo en un clima de felicidad contenida, nada de histrionismos gestuales.

Referentes ejemplares

Al día siguiente compruebas el eco de la gesta de Rafa en los medios de comunicación. Prensa, radio, televisión, las redes... todos recogen la buena noticia sin escatimar tiempo ni espacio. Familiares, amigos, alumnos, clientes, compañeros de trabajo... comentan impresionados el último capítulo del libro de un gran campeón. ¿Por qué tanta difusión? ¿Por qué Rafa es tan querido y admirado? Intentando esbozar una respuesta plausible, pienso sinceramente que en el subsuelo de esta sociedad hay necesidad de encontrar referentes ejemplares, personas que en cualquier ámbito del quehacer humano –médicos, empresarios, artistas, jueces, funcionarios, investigadores...– sean la mejor expresión de nuestra controvertida naturaleza.

Enfangados en la miseria del debate político, hombres y mujeres normales que batallan por sacar a los suyos adelante, agradecen testimonios, iniciativas, conductas, donde talento y esfuerzo, inteligencia y humildad, se hermanan para desafiar los límites y alcanzar cimas inimaginables.

Lo importante no es su vigésimo grand slam, sino lo que ese récord esconde. El éxito con mayúscula es una experiencia íntima, un sentimiento inefable de plenitud, un estado de paz interior del que estamos dramáticamente necesitados. La gente está hambrienta de profesionalidad, de excelencia, de decencia, de señorío, y eso respira Nadal.

Recuerdo un testimonio sublime de Etty Hillesum, escrito desde un campo de concentración. “La grandeza del ser humano, su verdadera riqueza, no está en lo que se ve, sino en lo que lleva en su corazón. La grandeza del hombre no radica en el puesto que ocupa en la sociedad, ni en el papel que desempeña, ni en el éxito social. Todo eso le puede ser retirado de un día para otro. Todo eso puede desaparecer en un instante. La grandeza del hombre está en lo que queda una vez extinguido lo que le confería brillo exterior. ¿Qué le queda? Sus recursos íntimos y nada más”. Y nada menos, añado yo. En el arcano singular, misterioso, hondo, irrepetible, libre, de cada persona –aquel que todos los totalitarismos intentan censurar y controlar– reside su grandeza. Sólo en sus dominios se encuentran las claves para responder a una crisis durísima, para disputar un partido agotador. Salvando las diferencias, Nadal nos marca el camino.